En 19 años de mi vida, no había visto tanta tristeza en los ojos de mis padres como ahora que era habitual. Esther y Javier, mis padres, solían estar siempre de buen humor mientras atendían la tienda de abarrotes.
Aquel
brillo en sus ojos había quedado en el pasado, vecinos nuestros, antiguos
amigos de ellos, y familiares lejanos, habían fallecido. El temor de mi padre
era que mi abuela se contagie, y cada vez nos hacía alejarnos más de ella, “es
por su bien” solía decir.
Yo
quería ser fuerte, pero la tristeza invadió lentamente en mi corazón. La
angustia me hacía imaginar el terrible escenario donde quiénes morían eran mis
padres. No había cosa que temiera más que eso. Rogaba cada noche que no les
pasa nada a ellos, que, si alguien se enfermara, fuera yo. 
—Tranquila
hijita, estoy bien —dijo mi mamá, una tarde que la escuché toser un poco e
inmediatamente las lágrimas quisieron correr por mis mejillas.
Tuvimos
suerte, era una simple tos. Pero mis nervios no se calmaron. Cada día estaba
más pendiente de su salud. Cada movimiento se convertía en un síntoma
imaginario para mí. Tenía mucho más miedo del que alguna vez me hubiera
imaginado.
Tan
solo pensar que algo les pudiera pasar, me quitaba el sueño y me ponía tensa.
El miedo a perderlos. El miedo de ser una de las familias a los que la muerte
los ha tocado. El miedo a perder a las personas que amo.
Ahora
cada noche yo me aseguraba que ellos dormían y estaban bien arropados para que
el frío no los invadiera. Vigilaba su comida y que solo tomaran bebidas
calientes. Y aunque ambos se incomodaban de ser tratados como ancianos, se
aliviaban de verme más tranquila, más feliz de poder cuidarlos y protegerlos
como ellos cientos de veces lo hicieron.
—Estamos
bien, solo concéntrate en tus clases virtuales —dijo mi papá sonriendo en el
desayuno de otra fría mañana, mientras yo, como siempre, insistía en ponerles
otra bufanda. Tal vez los sobreprotegía, pero eso mitigaba el miedo que sentía.
—Sé
que están bien, pero quiero cuidarlos por muchos años más, solo me aseguro de
cuidar bien mi felicidad —respondí poniéndoles otra bufanda a ambos.
 
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