Comenzó siendo una noticia como cualquier otra, a miles de kilómetros de donde nos encontrábamos. Ninguno pensó que en menos de lo que hubiéramos pensado, ahora las noticias no hablaban, de países extranjeros, ahora hablaban de nuestro propio suelo peruano.
El día que comenzó la cuarentena fue la gran sorpresa que nadie esperaba. Todos reunidos en la sala escuchamos la última noticia, y las preguntas comenzaron. Todo iba a cambiar, eso era seguro, pero ¿qué tanto cambiaría con nosotros?, nadie lo sabía. Los planes pactados para las fechas próximas de alguna forma se habían arruinado, y con ese descontento es que la cuarentena obligatoria empezó.
En marzo comenzó el estado de emergencia, a partir de allí, todo fue demasiado deprisa. Las noticias comenzaban a ser repetitivas, lo único que variaba era que el número de infectados iba en aumento. Luego paso a ser el número de fallecidos, y todos comenzamos a estar en un estado de alarma constante.
Muchos fueron obligados a dejar de trabajar, otros tuvieron que hacerlo desde casa. La situación se complicó para aquellos que pese a todo tenían que seguir yendo a laborar, pues pertenecían a esa minoría que era de suma importancia para los demás.
Comenzaron las clases virtuales, algo que muchos veíamos lejano. La comodidad de estar en casa pronto fue opacada por el sentimiento de anhelo. Aquellos amigos a quienes se esperaba ver luego de las típicas vacaciones, aquellos familiares que se reunían de tanto en tanto, aquellas nuevas personas que se conocerían en el trabajo. Toda comunicación verbal directa con ellos, fue suspendida. Ninguno sabía cuándo terminaría.
Y aún si terminara la semana siguiente, el mes próximo, la normalidad no regresará. Otras circunstancias reunirían a la familia y amigos. Otro protocolo tendrá que llevarse, a cabo al momento de saludarse. Y aquellos abrazos que muchos anhelamos en dar, tendrán que esperar. Porque eso es todo lo que queda ahora: una larga espera.
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