En medio de llantos, desgracia y muerte; parece imposible encontrar el lado positivo de esta pandemia. Todos la sufrimos de diferente manera y sobre todo en distinta magnitud, sin embargo, lo fortuito trae consigo sucesos inesperados, como mi súbita estadía en Puno. Hoy, así como hace tantos años, lejos de Arequipa, volvía a vivir al lado de papá y mamá, en una situación completamente insólita, pero, al fin y al cabo, junto a ellos.
Jesús, mi padre,
pasa todo el día hablando por teléfono, algunas veces por negocios y otras más
charlando con sus amigos para olvidarse del pandémico encierro. Por el
contrario, Soraya, mi madre, trabaja por horarios, es difícil verla sin su
laptop, pasa horas preparando sus clases y revisando las tareas de sus niños,
en sus ratos libres juega “Ludo”, me muestra muy orgullosa sus victorias, es
una experta. 
Ambos alternan en
la cocina, el desayuno de papá es predecible, palta, huevo, aceitunas y café.
Mamá se esfuerza un poco más. En el almuerzo existe una competencia que parece no
tener fin, entre carnes y guisos, los dos se disputan los elogios en la mesa,
más aún cuando mi hermana viene de visita.
Los días pasan y
las malas noticias no tardan en llegar. Una semana atrás, sucedió lo que todos
temían, pero a la vez esperaban. “Wachi” amigo de la infancia de mis padres,
falleció a causa del coronavirus tras haber batallado 3 días en cuidados
intensivos. Mientras papá daba las condolencias, pude oír su voz quebrada, algo
completamente inusual, por lo que inmediatamente supe la intensidad de su
dolor. Trató de disimular hablando de cualquier cosa, sus ojos llorosos lo
delataban.
Semana a semana
todo pasó a ser rutinario. Esto no es pretexto para dejar de descubrir nuevas
cosas en personas a las que pensaba conocer a la perfección. Los cinco años
que pasé lejos de casa, generaron que valore este tipo de circunstancias.
Desde el solo hecho de verlos en el desayuno hasta contemplar el dolor que
emana de sus corazones. 
 
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