Apenas pude ver brillar sus ojitos enchinados, supe que los 265 kilómetros recorridos habían valido la pena. Zarita estaba ahí, esperando en el paradero como me había contado por teléfono, sin sospechar mi llegada a Puno. Cuando me vio, me abrazó, sin preguntar por qué no estaba en La Paz. Aunque no entendía nada, traducía su asombro en lágrimas que empapaban mi hombro. Aquella noche entendí lo que es el amor.
Todo surgió a
raíz de la suspensión de mis entrenamientos por un paro indefinido en Bolivia.
No hizo falta pensar mucho para decidir qué haría aquellos 3 días de obligado descanso. Decidí viajar a Puno para pasar el fin de semana con Zara, mi
entonces eterna enamorada, sin embargo, había un problema mayor, con 16 años yo
no podía cruzar la frontera sin un apoderado, algo imposible de conseguir, pues
papá y mamá vacacionaban en Argentina.
A pesar de que
las medidas de seguridad de la frontera no son las más efectivas, viajar sin
documentos era un auténtico riesgo que estaba dispuesto a asumir. Planee todo,
los horarios de menos vigilancia, la ropa que usaría, el peinado y el tono de
voz con el que me dirigiría a los pacos. Necesitaba aparentar adultez ante los
policías de la zona, la barba ayudó, ni siquiera me miraron y por suerte no nos
hicieron bajar del carro para identificarnos.
Cumplida la misión,
en el trayecto a Puno, Zara no volvió a salir de mi mente. Como la quise, como  una sola vez en la vida. El miedo despareció, la ansiedad por verla me dominaba.
Finalmente nos vimos, aquellos días quedarán en mi retina a pesar de nuestra
ruptura. Zara sigue estando allí, como una sombra que me mantiene en el pasado
y no me deja seguir.  Permanece en lo más
profundo de mi corazón, golpeándolo una y otra vez, recordándome lo estúpido
que fui, pero esa es otra historia.
 
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